La división internacional del
trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder.
Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se
especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del
Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la
garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones. Este
ya no es el reino de las maravillas donde la realidad derrotaba a la fábula y
la imaginación era humillada por los trofeos de la conquista, los yacimientos
de oro y las montañas de plata. Pero la religión sigue trabajando de sirvienta.
Continúa existiendo al servicio de las
necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y
la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino
a los países ricos que ganan. Consumiéndolos, mucho más de lo que América
Latina gana produciéndolos. Son mucho más altos los impuestos que cobran los
compradores que los precios que reciben los vendedores; y al fin y al cabo,
como declaró en julio 1968 Covey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el
Progreso, «hablar de precios justos en la actualidad es un concepto medieval.
Estamos en plena época de la libre comercialización…»